Ruta de Los Oficios Olvidados en la Huerta Murciana

 

Parto del Auditorio Victor Villegas 

por carril bici, pasando por la Federación de Peñas Huertanas y rodeando la FICA ocupada en dar ruidosos conciertos; 

entro en Puente Tocinos para llegarme a la Torre del Reloj o Torre Ayllón, 

edificio de arquitectura barroca regional, 

vinculado en otros tiempos a la explotación agrícola y sericícola de la zona, reconvertida en la Casa del Belén, 

espacio museístico y centro de interpretación sobre la tradición belenística en la Región, 

promociona y difunde la artesanía del belén murciano, junto con obras de artistas locales de gran prestigio nacional; 

desde su inauguración en 2013, ofrece al visitante una exposición permanente donde se pueden admirar, además del belén monumental, la colección de belenes de África y las Natividades elaboradas por los artesanos regionales. 

Puente Tocinos es conocido como la Cuna del Belén.

Doy media vuelta, atravieso por el pasadizo del Rincón de los Garcías 

la Acequia de Benetucer, 

el puente sobre el Río Segura y la peligrosa carretera de la Azacaya; en el Carril de la Enera, me desvío un corto tramo para fotografiar una ermita

 y desde el Rincón de los Ciegos accedo al Reguerón.

Lo sigo largamente para salirme de su mota 

y continuo un trecho el carril bici de la Costera Sur hacia la Alberca, 

donde se encuentra la Peña Huertana La Seda, 

cuya finalidad es la de preservar la cultura tradicional de la huerta murciana, realizando actividades culturales y de ocio; 

la primera de sus tres barracas, es el Museo de la Seda, 

una exposición permanente donde encontrar utensilios y material relacionado con la crianza del gusano de seda y el cultivo de la morera. 

La avivación de la simiente de los gusanos de la seda, coincidía a mediados de marzo, con la aparición de las hojas de las moreras que eran su alimento; la crianza proseguía durante el mes de abril. 

El 90 por ciento de la seda de España se producía en Murcia; suponía una actividad complementaria a las faenas de la huerta;

 se disponían en estanterías con zarzos de cañas, hojas de morera para alimentarlos y matas de “boja” para, según maduraban, empezar a segregar la seda que los envolvía formando el “capillo”.

Sigo unos metros para pedalear por la entubada Acequia de Beniaján, pero se halla invadida por incómoda vegetación; 

vuelvo al carril bici para coger el Camino de Salabosque, la Travesía del Palmar, el Camino Viejo de Aljucer hacia San Ginés y, por el Camino Acequia del Turbedal, 

al área recreativa de la Dava 

y la Estación Intermodal de Alcantarilla; 

las obras me cierran el paso y obligan a improvisar, para seguir por el Carril Cascales 

hacia mi destino siguiente, la antigua fábrica de hielo de Alcantarilla, conservera después por nombre Esteva 

y ahora en proceso de reconversión en Museo de la Conserva.

El repartidor de hielo, al principio en carro y después en motocarro, se hacia necesario cuando llegaban los meses de canícula; los bloques, a pesar de ir protegidos con una gruesa capa de serrín y sacos de arpillera, iban dejando un rastro al derretirse. Hasta los años 60, el hielo era un artículo casi de lujo, demandado mayormente por los comercios, se almacenaba en neveras de puertas macizas que se cerraban con manijas a presión. Cuando aparecía por mi pueblo, la chiquilleria, seguíamos al motocarro, para chupar los fragmentos de hielo, que se desprendían al engancharlos con el garfio para sacarlos y cortarlos a golpe de cincel y martillo.

Me desplazo hacia la Fábrica de la Pólvora y el Javalí Viejo, 

para honrar la figura del maestro en la plaza de la iglesia, donde se erige el monolito con el busto de don Cipriano Galea García;

 durante 43 años regentó la escuela de niños, hasta su jubilación el 18 de febrero de 1889; tal era su vocación y desempeño que exclamó:¡¡Si me jubiláis, me matáis!! 

Llegó a tener 40 alumnos que atendía en dos turnos en su propia casa en la plaza de la iglesia.

De vuelta, paso junto por la Noria de la Ñora

 y el Molino de los Casianos, 

para cruzar por el puente del Soto hacia las instalaciones deportivas de Los Pujantes, 

apretujándome por estrecho senderillo, accedo a la carretera de Puebla de Soto a La Raya, intentando ubicar tras la bajada de la cuesta y a mano derecha, la antigua Casa de los Morriches; heladeros artesanales que vendían granizados a base de limón o café, horchata de almendras y mantecado helado que recibía el popular nombre de “chambi”, debido a la “economía de la miseria” que impregnaba nuestras vidas entonces; solo me podía permitir en las fiestas del pueblo, degustar un fino bloque de mantecado emparedado con sus dos barquillos.

A la entrada de La Raya por el cementerio, justo al lado, tenia mi tío Antonio Hernández Manzano, el taller donde fabricaba escobas de palma o palmito y cañizos; 

en la mayoría de las ocasiones los talleres se ubicaban en las mismas casas o se trabajaba en la calle, incluso en la mía antes de nacer yo. 

En la zona de huertos que había a la izquierda del cementerio, recolectábamos, con permiso del dueño, las hojas de limonero para dar de comer a los conejos que criábamos, al igual que la mayoría de vecinos, aunque un yerbero se dedicaba a vender la alfalfa en manojos para los animales de corral. Poco mas abajo, se encontraba la escuela segregada por sexos, 

cuyos recuerdos constan en las escasas fotografías que nos hicieron los retratistas minuteros,

 

fotógrafos de los pobres y de la realidad del país; suponía una alternativa a la cara fotografía de estudio y solo se recurría a ella en ocasiones especiales tales como fiestas, aniversarios, comuniones y bodas. Rodeando el cementerio busco el estrecho pasillo de Senda Alta,

 para acceder a la antigua lechería que alimentó mi crecimiento (1,84 m); 

a menudo acompañaba por las tardes a Antonio, el hijo mayor, en el reparto con la bici porteando el cántaro por las dispersas casas de la huerta.

Aprovecho para cruzar por mi calle, como si hubiese encogido dada mi apreciación de adulto, pasando por la fachada donde estuvo la barbería de mi tío Ángel, afeitaba, arreglaba la barba y cortaba el pelo casi a cualquier hora; cuando lo visitaba, si no estaba ocupado, leía novelas de Marcial Lafuente Estefanía o el periódico, siempre me cortaba el pelo al estilo militar a pesar de mis quejas, mientra comentaba sobre su faena: “ya me he cargado a cuatro”, cualquiera que lo oyera…

Al final de la calle, la Palmera de nombre, pero “del ponchete” para mí por la afición de mis vecinos y vecinas a los licores, vino y coñac para ellos y anís para ellas, se encuentra la casa de atobas donde transcurrió mi infancia y adolescencia, 

viendo pasar a los personajes que encarnaban los distintos oficios: El “pobre” o mendigo al que se le daba comida mas que dinero; el afilador o amolador, anunciaba su llegada al toque agudo y peculiar soniquete de una pequeña flauta de Pan, se asentaba en la bici, le montaba la correa de transmisión a la rueda de amolar, sacaba un fleje curvo y poniendo en marcha su máquina, afilaba tijeras, cuchillos y navajas; saltaban chispas de la piedra de esmeril, yo me quedaba un buen rato alucinado con la lucha de la piedra con el metal, 

aunque era uno de mis preferidos, me atraía también el lañador, estañador y paragüero, colocaba en los agujeros que realizaba con un berbiquí, unas grapas o lañas metálicas a los utensilios de barro o arcilla (cántaros, lebrillos, orzas, pucheros, botijos, etc.), y derritiendo barra de estaño, sellaba los poros de los utensilios y aparatos hechos de hierro; como después no se deshacía el parcheado al volver a calentar al fuego, eso si que era un misterio para la ciencia.

Recuerdo que mi madre recurrió a un aguador, para llenar de agua del Taibilla las tinajas que teníamos en la cocina o debajo de la escalera; otros vecinos disponían de aljibes. 

A la salida del pueblo. compruebo que donde estaba el molino hay un super; el oficio de molinero era de tradición familiar, implicaba la posesión de competencias y conocimientos, para cumplir con la tarea de moler el cereal y mantener en buen estado las instalaciones.

En poco menos de 1km, me acerco a observar el viejo cine en Nonduermas, antiguo teatro con su fachada de arqueología industrial, semejante a una fábrica de conservas fechada en el año 1930. 

La desaparición de la figura del proyeccionista y operador cinematográfico, son otros de los oficios olvidados; además de conocimientos sobre cine, tenían que saber de mecánica y electricidad, revisando, ensamblando rollos de celuloide y combinando dos proyectores; otra figura ilustre era la del censor, encargado de aplicar medidas muy estrictas en el apartado erótico, obligando a los dibujantes y técnicos de artes gráficas, a realizar retoques sobre los afiches y fotografías originales, para cubrir las zonas del cuerpo femenino que podían incitar al espectador. 

Finalmente el acomodador, que acompañaba a los espectadores a su asiento valiéndose de una linterna.

Retrocedo para marchar hacia el Rincón de Seca, 

realizando un corto tramo por uno de los sotos, 

antes de cruzar puente inacua 

al carril bici 

de vuelta 

a la salida.


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